La Última Marcha

¡Por el derecho a no tener hambre! Vociferaba la multitud pintoresca. Mares de gente fluían en consignas y coloreaban el paisaje de la ciudad. Se suponía que iba a ser la última marcha, la única que había logrado reunir de manera integral y universal, a todas las poblaciones excluidas y vulnerables. Los edificios de espaldas a la población en protesta cubrían a la mísera monstruosidad marchante del sol apremiante. Cojeaban, rodaban, caminaban con dificultad y retozaban las organizaciones de discapacitados. Un manco con su única mano sostenía el extremo izquierdo del cartel que por su otro extremo era sostenido por un par de novios que padecían de síndrome de Down. Tropezaban con personas en sillas de ruedas y ancianos sucios que rezagados y exhaustos iban quedándose en la cola de la fila infinita de infortunio, mientras el letrero caía por tercera vez al piso cuando los jovencitos sin dios, ni ley ni vergüenza se metían las manos dentro del pantalón y la falda, extraviados por la euforia de los gritos y el sol que no cesaba. Pitos y fanfarria, versos pregonados y hambre, hambre y más hambre. Quienes dirigían la multitud a los ojos de cualquiera parecían normales: mal vestidos los gordos líderes con bigote iniciaban los cánticos y la multitud, eso sí, múltiple y multiplicada en infinitas variaciones y terminologías de vulnerabilidad cristiana, sorda, muda, ciega y maniatada, respondía en son de algarabía y protesta. El gentío se mostraba macabro para el cemento moderno y desarrollado, pero suficientemente atractivo para la silenciosa y dormida ciudadanía que voyerista concurría en cada esquina a contemplar la bulla del aquelarre. El impetuoso que se atreviera a preguntar que era lo que exigía a cualquiera de los participantes de la colorida mancha hecha marcha, corría despavorido por rostros quemados, ojos viscos, un piropo de un travestí, dedos que más que hacer parte de una mano parecían tenazas, labios leporinos que dejaban escapar ecos de palabras gruesas como si la boca funcionara como una caja acústica. El otro que, paciente y humano, seguía capaz de ver a los ojos al anormal que tenía en frente, también corría despavorido ante un recetario unificado, muerto y mal-vocalizado de desdichas, puertas cerradas, sufrimiento, dolor, exclusión y todavía más necesidad y hambre. La arenga era tal que la contaminación auditiva se quedó corta, los exostos y pitos de los buses avergonzados guardaban silencio, las personas que permanecían en sus casas u oficinas no se atrevieron a salir no sólo por el miedo a la guerra imperceptible que ocurría afuera sino porque creían que llovían piedras sin darse cuenta que era mierda, pura diarrea de las palomas que apenas cruzaban los curcos del cielo encima de la marcha, sin remedio se indigestaban.  Los edificios comenzaron a doblarse y crecer hacia la calle, lloraba el progreso su desdicha y la política social discutía en qué términos nombrar a los marchantes y a qué institución hacerla responsable de tan deplorable escena mientras la política pública orgullosa precedía la marcha exhibiendo a la ciudadanía sus igualitarios y diferenciales programas de asistencia social. El congreso dormía, no era día de legislación, y los empresarios, incansables trabajadores, continuaban edificando planes de mejoramiento, optimizando cadenas de productividad, reduciendo costos para aumentar utilidades y proyectando foros de responsabilidad social empresarial. La academia rodeaba la marcha, alentaba a los hombres de bigote que dirigían el circo porque sabían bien que estaban en todo su derecho y contenían con investigación social el sufrimiento de los anormales. El sol no paraba de calentar el ambiente, los hambrientos de diversas formas y lugares no paraban de sudar y sus cíclicos testimonios se secaban de lágrimas ahogándose en presupuestos recortados por planeación nacional. En la plaza esperaba paciente y robotizada la policía antidisturbios, armada de escudos, bolillos y gases lacrimógenos, protegidos todos por un par de tanquetas blindadas que disponían de fusiles de agua. Qué más podían querer los hambrientos sino fuera por lo menos un chorro de agua fresca, un totazo en la cabeza y una anécdota de exclusión social más para incluir a su portuario de arbitrariedades. Los gritos y consignas iban creciendo en número e injurias, la palabra gritaba fuego y el sol derretía el pavimento. El odio crecía, el amor se desvanecía, y la impotencia igualando a la ley de gravedad empujaba a toda la ciudad y ciudadanía a una grieta que comenzaba a asomarse debajo de ancianos, madres gestantes, infantes violados, discapacitados, desplazados, gamines, criminales, corruptos, reinsertados y narcotraficantes. Los edificios crujían mientras sus cimientos se esgrimían en discusiones ridículas, desmoronándose iba todo el cemento cayendo encima de la marcha y sus adeptos. Crecía la grieta y temblaba la tierra, el escándalo arremetía acrecentando el espectáculo. Arriba Dios lloraba entre risas mientras la humanidad entera era enterrada en su propia desdicha porque la temeridad de la última marcha que intentó reunir a todos los parias sin retorno ni lugar en el mundo, sorprendió al universo, derrocó a la naturaleza y acabo con el único ser que jugó al compasivo en medio del poder: el hombre y su mujer.

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