Esneda

Si desde tiempos inmemorables la lectura de cartas, hipnosis colectivas alrededor de oráculos y cualquier actividad de adivinación han determinado los más atroces y heroicos destinos humanos, hoy la superstición ha hecho maña para colarse a nuevas lecturas profundas de patrones escondidos en infinitos objetos de la cotidianidad contemporánea. Ya el insondable arte de la adivinación se ha hecho experto en análisis psicológicos enmarañando cenizas envueltas en humos de cigarrillos sin importar marcas y ha podido sujetar mentes brillantes en la viscosidad seca y dulce del cuncho en lo profundo de una taza de chocolate. De la astronomía y calendarios creados por brujos y sacerdotes a través de increíbles y juiciosas observaciones de los movimientos de planetas y estrellas, la adivinación ha caído como un ángel condenado a la mortalidad para plantarse, moderna y sofisticada, en las latas, tornillos y circuitos de los más avanzados inventos tecnológicos.

Esneda Rosales, capricornio, hija de alguna estrella huérfana, brillaba por su eterna ausencia. Cuando era aún una niña disfrutaba salir al parque que reunía las casas más grandes y bellas del barrio de su infancia, contando con admirable paciencia las hojas secas de los pinos y las acacias que circundaban el busto de algún político perdido en la memoria. Luego de la recolección interminable de hojas secas disponía toda su imaginación para hacer coincidir las formas de las hojas a los rostros de sus familiares y buscando con meticulosidad sólo comparable al trabajo arqueológico, definía tipos de personalidad y las más inverosímiles fortunas en diversos e irracionales juegos de hojas muertas. Ahora, adulta y trabajadora, dirigía su secreta obsesión a contabilizar y analizar las placas de los automóviles en cada uno de sus desplazamientos en la ciudad: de su casa a la oficina y de vuelta a su casa. Cuando decidió levantar el teléfono para llamar a José, no precisaba su conciencia la irracionalidad obsesiva que la llevó por fin a rebatir las teorías más determinantes de la personalidad y el destino.

Unos meses antes de hacerse mujer, Esneda, contagiada por la novedad y emoción de las primeras historias de húmedas caricias que oía de voz de sus compañeritas en el colegio distrital, iba haciéndose experta en el arte de los juegos adivinatorios para encontrar la pareja perfecta. Pirámides de nombres que iban tachándose en medio de simples aunque no muy comprensibles operaciones aritméticas fue la actividad que la hizo popular durante el bachillerato, por eso se dice con afirmante tono que con la punta de su bolígrafo se formalizaron más de 15 noviazgos y hoy perduran 9 matrimonios. Su timidez no podía esconder la sensualidad que su cuerpo al pasar los años iba ofreciéndole al mundo de los hombres. Ojos oscuros y grandes, boca trémula y sonriente, pelo indio, lizo: aquella piel morena que embellecía de estética tropical sus rasgos finos de mujer caucásica, no producían la sensación de estar frente a una mujer voluptuosa a pesar de contar con unas caderas encantadoras. La historia no miente si se cuentan más de cincuenta pretendientes que modelaron frente a su casa, que esperaron con inocente paciencia en la salida del colegio, que la siguieron con versos a los cuatro vientos y seranatas mal pagadas, que emergían sigilosos como agentes de inteligencia en los lugares más recónditos donde aparecía Esneda. Y ella, silenciosa y sonriente, se negó con insospechada paciencia, no sin antes hacerles saber con sorpresiva altivez lo agradecida y honrada que se sentía, a cada uno de los incontables hombres que la pretendieron suya para siempre. Ninguno de tantos supo nunca que ella se guardaba para aquél elegido por su amada ciencia de la adivinación.

Hubo un día apremiante y caluroso, de esos cuando el sol al mediodía derrite sin piedad el asfalto de la ciudad sabanera y las pieles, obligadas por la tibieza, prescinden por fin de paraguas, sacos, chaquetas y bufandas, en el que Esneda no aguantó el temblor que le subía entre las piernas. Ya pasaba los 18 años, época en que mujeres y hombres le temían, unas por bruja y los otros por hermosa. Sólo José, el único que sabía tratar su silencio, que omitía con encantadora ironía los aires de adivinación que pretendía su atractiva personalidad y que parecía no reconocer aún en Esneda su trágica belleza, lograba entablar una muy extraña amistad con ella. La escuchaba con insuficiente atención cuando por fin la lengua se le desenrollaba de tanta adivinación y espera y le contaba interminables y aburridas historias de los muchachos y hombres que la pretendían. Porque no sólo fueron compañeros del colegio, también hubo hombres y viejos que perdieron fortunas y familias con el afán de conquistarla. José estaba en su casa, atendiendo a su madre enferma, hace un año había dejado el colegio para conseguir trabajo y encargarse del hogar y como muchas veces antes, tuvo que recurrir a la humanidad de su jefe para salir del taller de mecánica unos minutos antes de la hora de almuerzo y atender con sagrado decoro los dolores de la osteoporosis que padecía su mamá. Sonó el timbre de la casa y a regañadientes fue a abrir la puerta. Al abrirla entró alucinante el radiante y seco sol, la vista se recuperaba de la encandelillante luz cuando reconoció a Esneda. Pensó: “otra vez ésta, con sus historias de amores y adivinación”. Yo que soy el narrador omnipresente de esta escena si les puedo describir lo que los ojos ciegos de José no pudieron ver. Apenas si estaba vestida, con una camisetica blanca que dejaba descubiertos los hombros y los brazos dorados y delgados, que no alcanzaba a cubrirle el ombligo y permitía fantasear con aquel vientre templado danzando desnudo.  Había llegado corriendo desde su casa a escasas diez cuadras de la de José por lo que la piel exhibía un capa brillante de sudor que formaba gotas en su pecho. A falta de un jean se había puesto un short azul aguamarina y unos tenis comprados en alguna galería de descuentos, los profesores sindicados del colegio habían proclamado un día de manifestación junto con los alumnos por algún decreto que el Gobierno había anunciado semanas antes, y ella, que no colindaba con ideas políticas ni pedagógicas, se había quedado en su casa perfeccionando las artes aritméticas de la adivinación en papel. Luego de dibujar pirámides e ir tachando nombres y nombres, apreció por primera vez en la cúspide el nombre de José. Volvió a dibujar otra pirámide, cambió el orden de los nombres y aplicando el conjunto adivinatorio de operaciones aritméticas no aguantó el suspiro que soltó cuando apareció de nuevo el nombre de José. La tercera es la vencida y así, cambio algunos nombres sin mover de lugar el de José y bruta en la lógica que escondía el juego de la pirámide le subió un temblor entre las piernas cuando en la punta de la pirámide reinaba el reelegido por tercera vez: el mecánico José.

“La pirámide lo predijo tres veces José, usted y yo, estamos destinados a estar juntos” le dijo aún jadeando y hermosa como nunca, Esneda  a José.  “No me venga con sus juegos Esneda, mi mamá está enferma” le respondió cerrándole la puerta.

Esneda iba en el bus recordando aquél último encuentro que tuvo con José. El trabajo que tenía hace cinco años había achicado los tiempos de ocio y aquel desdichado y traumático encuentro había corroborado la mentira escondida detrás del arte de la adivinación. Sin embargo, Esneda había desarrollado nuevas formas de actividades adivinatorias, técnicas que iba perfeccionando en los recorridos del bus, el único sagrado tiempo de ocio que había podido procurarse. En secreto y a pesar de los hechos, continuaba profesando su obsesión por un destino escrito, por un guión que desde arriba quién sabe quien o qué escribe para ser cumplido por cada ser vivo en el universo. Su técnica preferida consistía ahora en encontrar patrones aberrantes y sumamente ilógicos en las placas de los buses, automóviles y transmilenios. Primero observaba si dos de los tres números de la placa eran repetidos, si así lo era, se quedaba con el irrepetible, observaba luego las letras y así ubicaba la letra que coincidiera con la ubicación del número elegido para finalmente proceder a sumar con sus dedos el número a la letra pero en el abecedario, de manera que si la letra era B y el número era 9, emergía el producto adivinatorio: C, D, E, F, G, H, I, J… K… la letra K que correspondía a la inicial del hombre que en ese preciso instante la estaba pensando, deseándola, queriéndola a su lado.

El siguiente día, esperaba el bus en la esquina donde habitualmente se sube para ir a la fábrica donde pega calcomanías en stands y muebles durante ocho horas y a veces diez o doce sin recibir pago por horas extras, cuando diviso a escasos metros su ruta:  Dto Boyacá – 1 de Mayo. En segundos observó la placa mientras alzaba el brazo para subirse el bus y mientras pagaba los mil doscientos pesos hacía la cuenta en su cabeza: SGH 838. Ge más tres igual a jota. Un escalofrío comparable sólo al temblor que le subió entre las piernas hace cuatro años le subió esta vez por la espalda hasta al cuello, la obligó a apretar los dientes y cerrar los ojos. Se tropezó con un costal de papas que estorbaba en el pasillo del bus, difícilmente logró incorporarse y ante la palidez de su piel y su aún jovial y espléndida belleza híbrida, un hombre joven sacrificando su comodidad le cedió el puesto. Se sentó temblando. Habían pasado cuatro años y llevaba ya dos años, paciente y rigurosa aplicando el nuevo esquema de adivinación contemporánea. De los más de cincuenta pretendientes que figuraban en la lista hasta sus dieciocho años más de cuarenta habían sido elegidos por las placas, por lo menos, tres veces cada uno. Y de los otros ciento cincuenta que se habían sumado a la extensa lista de coquetería nunca correspondida ya todos también habían sido elegidos por lo menos una vez. Pero nunca, nunca en todo ese tiempo había aparecido la inicial de José. Los que aún no habían sido seleccionados por el impreciso mecanismo aritmético eran los otros hombres inolvidables sólo porque sus nombres empezaban con la misma jota.

Iba Esneda ausente en el bus que aceleraba, frenaba, adelantaba y pitaba con increíble audacia y peligro. Su mirada perdida no divisaba su cara reflejada en el vidrio que iba distorsionándose con la llovizna que bañaba con suavidad el bus. Las cabezas de los pasajeros asemejaban el movimiento de las olas, de izquierda a derecha, de arriba abajo, freno tras acelerada, pitos y gritos detrás del humo del carburador, cuando todas al unísono fueron a golpear sus frentes contra el puesto de adelante. Se escuchó un grito a lo lejos, silenciado de golpe por muchos suspiros y el sonido de las llantas chirriando que dejaba en el asfalto el caucho quemado y oloroso. Unos se pararon adoloridos y sobándose el cuello, otros murmuraban ya el destino del muerto. “Otra estrella negra adornando la calle” dijo el más viejo de los pasajeros y las mujeres sacaron temerosas de sus bolsillos escapularios que agarraron con fuerza infinita en su mano dándose la bendición con evidente fe. Esneda no había sentido ni el golpe, ni los gritos, ni mucho menos se había unido al rosario de injurias que caían sobre el conductor del bus por su acelerada imprudencia.

Afuera del bus permanecía el cadáver, a más de diez metros de la trompa del bus. La anormalidad de la posición del cuerpo en el piso afirmaba su nefasto destino y contradecía toda duda de supervivencia. Tres pequeños riachuelos de sangre se asomaban por la nariz, las orejas y los ojos.

“Lo reventó todo por dentro” dijo el primer policía que llegó al lugar del accidente pues con suerte estaba comprando una arepa de 200 pesos en una esquina cerca del siniestro.

Esneda seguía inmiscuida en sueños y coincidencias fuera de este mundo mientras recreaba en su mente el rostro sonriente de José a punta de recuerdos elevados a la consciencia con esfuerzo. Olvidó que debía trabajar de la misma manera que ni cuenta se dio del accidente y bajándose con dificultad del bus, cruzó la calle no sin antes pasar a centímetros de la muchedumbre voyerista que ya rodeaba el cadáver del desconocido.

Entró tambaleante al conjunto residencial donde vivía, deseosa y obnubilada, la angustia le partía en pedazos la unidad de su cuerpo hacia dentro. Le resultaba complicado llevar a cabo el más simple de los movimientos como identificar la llave indicada para abrir la puerta. Tres veces se le cayó el juego de llaves y tres veces tuvo que sostener con su mano izquierda el tembloroso pulso de la derecha. Ya habían pasado diez minutos en esta operación y se había demorado veinte más llegando hasta la casa desde el lugar del siniestro. Entró acelerada sin poner el bolso en el comedor rimax blanco como siempre lo hacía, olvidó también poner las llaves en el pequeño florero de la mesa del corredor y en tacones fue marcando el ritmo de sus pasos hacia la sala donde en una mesa redonda la esperaba el teléfono. Habiéndose sentado en el único mueble de la sala levantaba el teléfono sin darse cuenta que había olvidado el número de José. Apresurada fue a buscar entre sus cajas de recuerdos, sus centenas de cuadernos donde anotaba todo tipo de formas de adivinación que había explorado y consignado durante toda su corta vida. Cuadernos viejos del colegio, agendas mordidas por el tiempo en las puntas y rayadas con decenas de letras distintas. Entre tanto apunte y papel encontró por fin el número telefónico de la casa donde suponía que aún vivía su futuro acompañante. Antes de levantar el teléfono por segunda vez quiso un vaso de agua para oxigenar la mente, refrescar el alma, saciar el aliento deseoso, mojar un poco la seca angustia que le atravesaba la garganta. Luego de un largo trago de agua marcó el número. Un tono: ¡tuuun!… el segundo: ¡tuuun!… el tercero: ¡tuuun!… el nudo le iba saliendo entre las amígdalas cuando una voz femenina en llanto contestó al otro lado:

-¡¿Aló?!

-¿Se encuentra José? Preguntó Esneda sonriendo y emocionada como si tuviera otra vez 15 años.

- ¡Acaban de atropellármelo! Respondió entre sollozos incontrolables la voz desconocida. 

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